(por Andrés Fidanza) Las dos últimas renuncias del gobierno, sumadas a la legitimación del ajuste en el Conicet por parte del ministro Lino Barañao, evidencian que el rumbo del gobierno lo marca el presidente. Los perfiles de sus funcionarios establecen matices que no llegan a colisionar con la dirección general. Y en cuanto asoma una contradicción, los ministros se adaptan (Barañao), emigran (Isela Costantini) o mueren (Alfonso Prat-Gay).
Ese decisionismo es en parte una característica de Mauricio Macri. Un atributo que no se mide por la cantidad horas-hombre que le dedica a su trabajo, sino por el sesgo ideológico que le imprime a la gestión. Y cuando Macri no está, lo reemplaza con mayor eficacia la dupla de CEOs Mario Quintana y Gustavo Lopetegui, coordinadores económicos de oficialismo. "Ellos son mis ojos y mi inteligencia y cuando ellos piden algo lo estoy pidiendo yo", reafirmó Macri.
Pero la centralidad presidencial a su vez excede los nombres propios: es una derivación indirecta de la post-crisis de 2001. Tras el primer impulso estatista de Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner agrandó tremendamente la botonera del gobierno. La recuperación económica ayudó para ensanchar el aparato estatal, al punto de volver prescindibles a los funcionarios salvadores o de perfil altísimo. Apenas pudo, hace más de diez años, Kirchner se deshizo de Roberto Lavagna y terminó con la tradición de los súper-ministros. Macri heredó ese handicap, y lo puso a prueba con la expulsión de Prat-Gay, incluso en contra de su preferencia por evitar los cambios de gabinete.
Antagónicos en casi todos los aspectos, Kirchner y Macri son hijos del derrumbe de 2001. El fin del sistema de partidos parió el giro progre-peronista (y muy personalista) de Néstor Kirchner. Pero aquel colapso profundo (económico, social, institucional y cultural), del que se cumplen 15 años por estos días, también empujó a los empresarios a interesarse por la política. Sin partidos fuertes, las fronteras entre ser candidato, hombre de negocios, oenegueista o rico y famoso se volverían permeables al extremo.
De hecho, Mauricio Macri podría haber llegado 12 años antes a la presidencia. Tras el asesinato policial de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, Eduardo Duhalde pensó en el por entonces presidente de Boca para sucederlo. Si bien no fue su primera opción (antes Carlos Reutemann y Juan Manuel de la Sota habían quedado en el camino), Duhalde citó a Macri a la quinta de Olivos en julio de 2002. “Mauricio estaba en Boca, tenía gestión empresaria y voluntad política. Duhalde estaba buscando desesperadamente y por eso lo tentó para ser su candidato”, recuerda Ramón Puerta, actual embajador en España y fugaz presidente tras la fuga de Fernando de la Rúa en helicóptero.
Desde mediados de 2001, y para hacer más suave el aterrizaje en un mundo que les resultaba extraño, Macri y Francisco De Narváez habían armado una ONG con sede en Las Cañitas: la habían bautizado Creer y Crecer. El reparto de roles en esa aventura era así: De Narváez (ex dueño de Casa Tía) era el mecenas; y Macri (presidente del Boca ultraganador de Carlos Bianchi) era el frontman con chances de candidatearse.
En una de las tantas operaciones que circulaban por aquellos días, el 13 de julio de 2002 Clarín tituló: “Macri, listo para lanzar su candidatura presidencial”. Y el diario aclaraba: “Macri cree que puede cubrir la ausencia de candidatos moderados para el 2003. Ocupará la franja de centroderecha, solo le resta definir si competirá dentro del PJ o fuera de él” (sic).
Al final Macri rechazó la propuesta de Duhalde, y se presentó como candidato a jefe de gobierno porteño (perdería en el balotaje) contra Aníbal Ibarra. El ex gobernador bonaerense entonces optó por el ignoto gobernador de Santa Cruz. La gestión de Kirchner marcaría el engrosamiento del Estado, el calentamiento de la economía y la recomposición de la autoridad presidencial. Por estos días, el presidente Macri se sirve de aquel combo para atenuar (intentarlo, al menos) la crisis de su gobierno.