Crítica del liberalismo económico – EPPA
Por Fernanda Vallejos para EPPA
“El liberalismo económico ha sido el principio organizador de una sociedad que se afanaba por crear un sistema de mercado. (…) Se convirtió en una verdadera fe… Este fanatismo fue el resultado del súbito recrudecimiento de la tarea en la que el liberalismo estaba comprometido: la enormidad de los sufrimientos que había que infligir a seres inocentes, así como el gran alcance de los cambios (…) que implicaba el establecimiento del nuevo orden”. De ese modo lo expresaba Karl Polanyi en La gran transformación. Crítica del liberalismo económico.
Naturalmente, las sociedades no son abstracciones, sino constructos humanos. Así que no fue la sociedad toda, sino aquellos sectores que se alzaron con el poder, los que impusieron el nuevo orden y los dispositivos “sacralizados” sobre los cuales se estructuró. Para eso se instalaron falacias con la fuerza de dogmas. Como que el afán de lucro es parte de la “naturaleza” humana, desconociendo las refutaciones de la antropología, la sociología o la historia económica. Claro, si el afán de lucro es parte de la naturaleza, el egoísmo es racional (normal) y, entonces, no corresponde hacer cuestionamientos morales sobre comportamientos especulativos o predatorios, ni sancionar la usura y la rapiña, y son perfectamente válidos los sistemas de ideas, jurídicos e institucionales que amparan esos comportamientos, como si se tratara de una ley natural. De ahí, a que la propiedad privada de los dueños (del capital, claro) se erija por encima de la vida de las personas, como cristalizan las constituciones liberales, incluida la nuestra, hay una delgada línea roja. Así, por ejemplo, los sistemas jurídicos avalan que un puñado de buitres saqueen un país soberano aunque eso implique condenar a la miseria a pueblos enteros. O, de igual manera, habilitan la judicialización de los proyectos políticos que se oponen al orden instituido.
Esa racionalidad, implica, como contracara, que aquellos individuos, grupos o países que se rebelan contra el orden liberal entren en la categoría de “anormales”. Porque una de las virtudes del capitalismo moderno, a diferencia de las sociedades esclavistas, por caso, es que ostenta un tipo de poder disciplinario que no supone coacciones externas. Se ejerce por medio de una serie de técnicas sutiles que “modelan” la vida y la subjetividad de personas y sociedades, vigilando y castigando a los que se desvían de la norma. De otro modo, el riesgo es quedar excluidos por no sernormales. Se trara de, en palabras de Foucault, “Jerarquizar en términos de valor las capacidades, el nivel, la ‘naturaleza’ de los individuos. Hacer que entre en juego, a través de esta medida ‘valorizante’, la coacción de una conformidad. Y, por último, trazar el límite que habrá de definir la diferencia respecto de todas las diferencias, la frontera exterior de lo anormal. La penalidad perfecta que atraviesa todos los puntos, y controla todos los instantes de las instituciones disciplinarias, compara, diferencia, jerarquiza, homogeniza, excluye. En una palabra, normaliza.” De ahí las loas a la “normalización” de nuestra economía que gritan los neoliberales de adentro y de afuera y los llamados a “integrarnos” al mundo. Al mundo de la “normalidad” que dictan, desde siempre, los que detentan el poder. Ser normal es ser disciplinado.
En ese marco, por ejemplo, se construyó la Teoría de las Ventajas Comparativas que pretendió imponer, como verdad universal, el sometimiento de algunos países al rol secundario de proveedores de materias primas, reservando a las naciones “desarrolladas” o, mejor, a sus capitalistas la generación de valor agregado y la acumulación de riqueza.
Sin embargo, dentro de las naciones sometidas, históricamente, los pueblos construimos la resistencia, buscando alcanzar el ansiado desarrollo. En cambio, las oligarquías domésticas fueron persuadidas de que su “buen comportamiento” sería premiado por el sistema, lo que las llevó a conspirar contra el interés de su propia Nación, engolosinadas con las “migajas” que el poder hegemónico les ofrece como retribución por los servicios prestados.
Nuestra región y nuestro país son parte de esa historia de resistencia de los pueblos sometidos. Argentina edificó, en especial, un mecanismo de integración social, por excelencia, que tuvo incluso correlato constitucional en 1949, basado en el trabajo.
Fíjense que si pudimos superar la crisis heredada en 2003 fue, porque, entre otras cosas, hasta el 2015 se crearon más de 6 millones de puestos de trabajo. Y esto se logró gracias a dos políticas centrales del anterior gobierno: la expansión de los ingresos reales de los argentinos que permitieron aumentar su consumo; y el abastecimiento de ese mayor consumo por la producción local. Eso, por supuesto, implicó el rechazo de la norma. La del “libre comercio”, por un lado, que equivale a la utilización de las economías dependientes como mercado de colocación de bienes y servicios producidos en el centro y, por el otro, la que declara la maximización de las ganancias como ley suprema, o sea que los salarios, considerados costo laboral, se reduzcan al mínimo posible. De esa manera, el fortalecimiento del mercado interno y regional, la protección de la industria nacional, los controles cambiarios que limitaron las remesas de las multinacionales al exterior, junto con el desendeudamiento y la prescindencia del mercado financiero, revirtieron la “norma” del flujo permanente de nuestros ingresos y riquezas hacia los principales grupos económicos y financieros internacionales. Incluso, recuperamos parte de nuestro patrimonio mediante la reestatización de empresas como YPF, Aysa o Aerolíneas.
Este estado de cosas, que ofendía a los grupos económicos globales cuya concentración de riqueza dejamos de alimentar por una década larga, debía ser castigado por el poder disciplinario. El juez Bonadío, por cierto, hoy nos ofrece un ejemplo de cómo el poder pone en funcionamiento sus dispositivos para disciplinar la rebeldía de las políticas que se escapan de sus manuales.
Un análisis semejante, salvando los matices, le cabe al resto de los países de la región. Lo expresó claramente el presidente de Bolivia: “todos los pueblos de la Patria Grande somos una amenaza al sistema capitalista porque no nos pueden robar como antes”.
A partir de diciembre del año pasado, la política económica argentina cambió radicalmente su orientación, y el espiritu de revancha asola a toda América Latina. En Argentina, el gobierno de Macri conformado, en parte, por actores de la oligarquía local; en parte, por empleados del capitalismo global, está reencausando al país dentro de la “normalidad” que el poder impone. Bajo esa lógica, la política económica debilitó el mercado interno, con caída de los ingresos reales, el consumo y el empleo. Mientras tanto, aumentaron las exportaciones primarias y cayeron las industriales. Dado que los sectores dinámicos son los vinculados a las exportaciones primarias, bien acorde al orden diseñado por las Ventajas Comparativas, no se podrán generar los puestos de trabajo necesarios, y entonces una parte de la población estará “de sobra”. Lo que, a su vez, permite que se cumpla la otra norma capitalista, la maximización de la utilidad del capital concentrado mediante la reducción de los salarios reales y en dólares, a costas de los trabajadores y la pyme nacional que produce para el mercado interno sometida, además, a la competencia importadora. Sumemos la liberalización de la fuga y el nuevo ciclo de endeudamiento con el que se financierá ese flujo.
Es insoslayable que las horas críticas que vive Brasil muestran, también, la tenacidad del poder globalizante por recuperar el control sobre la región.El programa económico de los golpistas ya empezó a ser esbozado y busca que Brasil quede encorsetado en políticas diseñadas para los países sudamericanos por los organismos multilaterales que son, en la práctica, lobbistas del poder real. Observemos lo que le exigió el titular de la Confederación Nacional de la Industria de Brasil, al presidente interino Temer: arrasar con la legislación laboral y las leyes jubilatorias “para mejorar el ambiente de negocios”. Esa es la tónica: priorización del sector privado y reducción radical del peso del sector público, con Petrobras y la privatización del petróleo en la mira. Aunque el alcance de la vocación privatizadora lo sintetizó el Presidente de Credit Suisse de Brasil, en una conferencia en Boston: “privatizar todo”. Primero, la enseñanza pública y el Sistema de Salud. Luego, liberalizar totalmente el mercado interno a las transnacionales, de la mano con la apertura externa sin controles. Los principios trazados en el TTP son la regla, incluida la desregulación y apertura respecto a los servicios, abolición de derechos laborales y sociales, de por medio.
También en nuestro país hay recursos apetecibles, como el petróleo de Brasil. Tomemos nota. Porque nuestra Patria está emplazada sobre la segunda plataforma mundial de gas y la cuarta de petróleo, la segunda reserva de litio; reservas cuantificadas de casi 10.000 toneladas en oro metálico; más de 500 millones de toneladas de cobre; casi 300.000 toneladas de plata metálica, tanto como demostradas capacidades científicas y tecnológicas en materia nuclear, satelital o biotecnológica, desarrolladas bajo el paraguas de empresas, hasta hoy, estatales.
Frente a este escenario, lo que yo les quiero dejar, compatriotas de la Patria Grande, es una pregunta. ¿Estamos dispuestos, como pueblo, a dejarnos explotar en nombre de una racionalidad ajena? ¿o vamos a defender nuestro propio desarrollo económico y social, basado en la posibilidad de acceso al pleno empleo y una mayor igualdad distributiva? ¿Aspirar a una vida digna es una locura, desencajada de los sistemas de ideas construídos para defender el interés de las pocas familias que concentran el grueso de la riqueza mundial? ¿o sería lo sano, visto desde estas pampas, cantando con Piazzola, constituirnos en los locos que inventaron el amor? El amor por nuestra Patria. Y por nosotros mismos.
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